Habitualmente se equipara al Estado de Bienestar con el Keynesianismo; sin embargo este último es sólo uno de los dos pilares que sostienen al modelo. El Keynesianismo constituye la fundamentación económica en la medida en que defiende la capacidad de los gobiernos para controlar la demanda, sin apartarse de la concepción liberal. La segunda fuente de legitimación teórica del Estado de Bienestar es el fundamento Beveridgiano, de carácter social, que postula la necesidad de que el Estado desarrolle los mecanismos de protección necesarios para que todos los ciudadanos puedan mantener un nivel de vida mínimo. La seguridad social, entendida de un modo amplio, es su principal preocupación.
Es importante destacar que tanto el fundamento Keynesiano como el Beveridgiano se entienden como complemento “armónico” de la lógica de mercado, sin la cual ésta no puede funcionar. Ambos presentan escaso grado de colectivismo teórico.
Además de estos dos pilares teóricos, en la década del 50 surgen teorías sociológicas que postulan relaciones positivas y armoniosas entre las distintas partes de la sociedad, comprendiendo al consenso de valores y creencias como el estado ideal y al conflicto social como un fenómeno disfuncional y transitorio. Para el funcionalismo de Parsons, las instituciones sociales se desarrollan de una forma natural a partir de una necesidad funcional. El cambio social es entendido desde esta concepción como una serie de etapas: una sociedad que se encuentra en estado de equilibrio pasa por un momento de tensión desestabilizadora en el cual surgen nuevas instituciones integradoras que la devuelven finalmente a su equilibrio inicial. En esta década también surgen construcciones teóricas como la Tesis de la Convergencia, que comprende al bienestar social como complemento necesario de la economía industrializada, y la Teoría de la Revolución Administrativa, que, al separar la propiedad de su sistema de control, postula una mayor libertad para los individuos. En ese momento histórico, ambas tesis se asociaronn con el “post- capitalismo” y contaron con el apoyo del socialismo, que entendía al Estado de Bienestar como una “residencia temporal”.
Hacia fines de los 70 asistimos al debilitamiento de los fundamentos que sustentaban al Estado de Bienestar y empezamos a vislumbrar un proceso que da origen a las tendencias neoliberales de los 80.
Contra las representaciones que conciben a neoliberalismo como un “dejar hacer”, como un movimiento ecléctico y distendido, Anderson (1992a) afirma que, por el contrario, “se trata de un cuerpo de doctrina coherente, autoconsistente, militante, lúcidamente decidido a transformar el mundo a su imagen, en su ambición estructural y a escala internacional” (Anderson, 1992a: 26), sólo que ha logrado un grado de éxito que encubre su condición ideológica generando la idea de que no existen alternativas para sus principios.
Para Mishra (1992), el liberalismo constituye “un movimiento neoconservador que traspasa con creces los confines de laisser- faire”. Su arraigo en el monetarismo y en el libre juego de las fuerzas del mercado nos hace pensar que hablar de una “contrarrevolución conservadora” no constituye ninguna exageración.
El neoliberalismo, en tanto fenómeno distinto del liberalismo clásico, nace con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial, en regiones de Europa y América del Norte en las que imperaba el capitalismo, como una reacción teórica y política contra el Estado de Bienestar y su modelo intervencionista.
En 1944 Hayek escribe Camino de servidumbre, texto fundacional de esta corriente y ataque manifiesto al laborismo inglés, partido que finalmente gana las elecciones generales de 1945. Dos años después, en pleno auge del Estado de Bienestar, Hayek convoca a reconocidas figuras que compartían su orientación ideológica –entre ellas, Karl Popper- a una reunión en Suiza, donde queda conformada una suerte de masonería neoliberal, conocida como la Sociedad de Mont Pelerin. Las preocupaciones comunes de este círculo de intelectuales eran la supuesta destrucción de la libertad de los ciudadanos, el aseguramiento de la vitalidad de la competencia y la convicción de que la desigualdad, en pos de lo anterior, constituía un valor positivo.
El conjunto de argumentos asociados con el pensamiento neoliberal defiende que para controlar la inflación es necesario reducir la oferta monetaria, que para estimular el crecimiento económico hay que desregular la economía, reducir el tamaño del sector público y el gasto social, y permitir actuar libremente a las fuerzas del mercado (“que no serían intrínsecamente justas ni injustas”), lo que equivale a asumir el desempleo como característica inevitable de las economías de mercado (Mishra, 1992: 82).
Como señala Anderson, el auge del capitalismo en los años 50 coincide con la consolidación del Estado de Bienestar. Pero con la llegada de la crisis del ’73, los economistas detectan que se produce un nuevo fenómeno, hasta entonces inédito, al que denominan “estanflación”, caracterizado por bajas tasas de crecimiento y altas tasas de inflación. Este era un fenómeno para el cual, según Mishra, el Keynesianismo no estaba preparado. Los neoliberales adjudicaron esta crisis a las presiones reivindicativas de los sindicatos que habían hecho aumentar los salarios y con ellos el gasto social. La solución que proponen consiste en quebrar el poder de los sindicatos, apelando a un ejército de reserva que se constituiría por una “tasa natural de desempleo”, y retomar el control del dinero para limitarlo en lo referido al gasto social. Esta contracción del gasto permitiría la reducción de impuestos sobre las rentas y ganancias, lo que redundaría en un aumento de la inversión. Es decir, el Estado debe intervenir para generar las condiciones que le permitan dejar de intervenir, re- regula para desregular y restituir el libre juego del mercado.
Por detrás de todo este arsenal de soluciones subyace el concepto de “ingeniería social”, entendido como la relación lineal de causa- efecto que se contrapone con un proceso dialéctico de desarrollo y cambio, como una crítica al modo de hacer política en democracia. Lo anterior implica para MIshra un exceso de confianza en la utilización de técnicas “neutrales” y “profesionales” para la resolución de problemas sociales. (Mishra, 1992: 102- 103).
Tal fue la estrategia de la ofensiva neoliberal que, con mayores o menores matices, se adoptó en países tales como Inglaterra (1979, Thatcher), en los Estados Unidos (1980, Reagan), en Alemania (1982, Kohl) y en Dinamarca (1983, Schluter). Para fines de los 70, casi todos los estados de Europa Occidental, con excepción de Suiza y Austria, viraron hacia la derecha. En 1978, la invasión soviética en Afganistán imprimió además al neoliberalismo, como apunta Anderson, “del anticomunismo más intransigente de todas las corrientes capitalistas de la posguerra”.
Por la misma época, en el sur de Europa surgen intentos por conformar un proyecto socialdemócrata, con experiencias como la de Miterrand (Francia), González (España) y Craxi (Italia). Todos ellos, viniendo de un socialismo autoproclamado, terminan conformando alternativas progresistas cuyas políticas también se empiezan a ver influenciadas por la ortodoxia neoliberal, constituyéndose en “variantes mansas” de ésta. Lo propio de estos estados, según Anderson, es que, mientras los países del norte experimentaban el “fracaso” de la socialdemocracia, los países del sur deciden implementarla, marcados por la experiencia de gobiernos más conservadores y autoritarios (De Gaulle, Franco, Fanfani). Lo que demuestran las experiencias del norte tanto como las del sur de Europa, es la impresionante hegemonía ideológica que por esos tiempos había alcanzado el neoliberalismo en la región.
Anderson afirma que los resultados del período neoliberal de los ´80 fueron paradojales: por un lado, el proyecto logró su propósito de contener los salarios pero se mostró sumamente decepcionante para restaurar tasas de crecimiento estables que permitieran la reanimación del capitalismo avanzado mundial. Es decir, el control del gasto social no condujo a una recuperación de la inversión. Las razones para ello, según Anderson, residen en que la desregulación financiera –elemento de suma importancia en el programa neoliberal- no generó inversión productiva, sino que funcionó como caldo de cultivo para la inversión especulativa. También en el objetivo de reducción de la estructura burocrática del Estado fracasó el neoliberalismo. El Estado de Bienestar no desapareció, paradójicamente habían sido el desempleo y el envejecimiento demográfico de la población los que hicieron mantener el gasto social.
Para Mishra, una de las trampas de la concepción neoliberal consiste en ignorar que un sector público grande puede no constituir una aberración, sino una necesidad para articular intereses en un mundo de grandes corporaciones y grandes sindicatos (Mishra, 1992: 97). Además, “se ignora completamente el hecho de que la actividad gubernamental no es del mismo tipo que la desarrollada por un empresario en la búsqueda de beneficio”. La acción estatal involucra otra racionalidad que no es meramente instrumental, sino que consiste en ser vehículo de determinados valores; por lo tanto, los “fallos” atribuidos al Estado de Bienestar por parte del neoliberalismo pueden en este sentido constituirse en prueba de su éxito más que de su fracaso (Mishra, 1992: 99- 100). Según este autor, el neoliberalismo es profundamente ahistórico en la medida en que ignora que los cambios que instituye requieren de una gran cantidad de violencia y coerción, no reconoce las consecuencias sociales disruptivas derivadas del nuevo orden económico; es decir, el neoliberalismo concibe al orden del mercado en un sentido “ideal”, abstrayéndolo de su condición histórica (Mishra, 1992: 107).
En la década del 90, los niveles de endeudamiento tanto público como privado, se tornaron alarmantes. En este contexto, lo esperable hubiera sido, tal vez, una fuerte reacción contra el neoliberalismo. En su lugar, esta corriente adquirió un nuevo impulso revitalizador, que Anderson atribuye a la caída del comunismo en Europa Oriental y en la URSS, la cual se habría producido en el momento exacto en que los límites del neoliberalismo se tornaban cada vez más evidentes.
En Europa del Este, derribado el comunismo, sobrevino una avanzada de extremismo neoliberal que desencadenó reacciones populares en Polonia, Hungría y Lituania, países en los cuales gobiernos ex comunistas terminaron aplicando políticas que no distaban demasiado de las de sus adversarios: privatizaciones y desmantelamiento de los servicios públicos, crecimiento del capital especulativo y polarización social.
En América Latina, Anderson llama nuestra atención sobre la experiencia chilena que, bajo la dictadura de Pinochet, constituyó un primen ensayo neoliberal casi una década antes del Thatcherismo. Más tarde, en Bolivia (Paz Estensoro, 1985), México (Salinas, 1988), Argentina (Menem, 1989) y Perú (Fujimori, 1990) surgen gobierno democráticos que ejecutan exactamente lo opuesto a lo que habían prometido durante sus campañas electorales. ¿Cómo lograron mantenerse en el poder? Anderson supone que “existe un equivalente funcional al trauma de la dictadura militar como mecanismo para inducir democrática y no coercitivamente a un pueblo a aceptar las más drásticas políticas neoliberales: la hiperinflación” (Anderson, 1992a: 25).
Desde la concepción de Mishra, lo recuperable de la nueva derecha es su capacidad de exponer críticas globales al Estado de Bienestar. Dichas críticas plantean problemas largamente ignorados como producto de la autocomplacencia derivada del éxito experimentado por la economía mixta, principalmente durante la década de oro en 1950.
Por el momento, toda evaluación sobre el neoliberalismo debe reconocerse como realizada sobre un movimiento inconcluso. Hasta los primeros años de la década del 90, Anderson reconoce su éxito social y su fracaso económico: ha fallado en conseguir la revitalización básica del capitalismo avanzado y en producir sociedades totalmente desestatizadas; pero, sin embargo, ha logrado generar sociedades más desiguales. La gran crítica para la izquierda política estaría dada por asumir la lección de Marx: “Todo lo sólido se desvanece en el aire”. El “neosocialismo” equivaldría a no aceptar como inmutable ninguna institución que se dé cómo establecida. Esta transición al post- liberalismo implicaría, primero, afrontar el miedo a estar contra la corriente hegemónica de nuestro tiempo; segundo, no negociar ninguna dilución de los principios de igualdad como auténtica diversidad y como equiparación de las posibilidades reales de cada ciudadano de vivir una vida plena, sin carencias o desventajas fundadas en los privilegios de otros; tercero, concebir nuevas formas de propiedad colectiva; cuarto, combatir las fallas del sistema democrático con más democracia, más financiamiento público equitativo y menos cesarismos, para lo cual es indispensable democratizar también los medios de comunicación, cuyo monopolio es incompatible con cualquier justicia electoral o soberanía democrática real.
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Bibliografía:
• Mishra, R. (1992) El Estado de bienestar en crisis. En: Colección Ediciones de la Revista del Trabajo N° 33, Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, Madrid.
• Anderson, P. (1992a) Neoliberalismo: un balance provisorio en La trama del neoliberalismo. En: “Mercado, crisis y exclusión social”, Sader, E. y Gentilli, P. (comps.), CLACSO-EUDEBA, Buenos Aires, 1999..
• Anderson, P. (1992b) Más allá del neoliberalismo: Lecciones para la izquierda en La trama del neoliberalismo. En: “Mercado, crisis y exclusión social”, Sader, E. y Gentilli, P. (comps.), CLACSO-EUDEBA, Buenos Aires, 1999, pp 143-147.
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