sábado, 12 de junio de 2010

Relativistas y Legitimistas. Una salida a la discusión.

El consumo cultural en las clases populares. El debate teórico.

“El problema no es solamente qué hacen los sujetos con los objetos, sino qué objetos están dentro de las posibilidades de acción de los sujetos. Esos objetos establecen el horizonte de sus experiencias que son la conjunción variada del encuentro de una cultura con los objetos de otras culturas, de viejos saberes con saberes nuevos, de privación simbólica y de abundancia” (B. Sarlo)

El problema que la afirmación de Beatriz Sarlo plantea en relación los consumos y gustos populares nos remite a la discusión teórica entre la corriente relativista y la legitimista en torno de las formas de construir conocimiento sobre de las prácticas culturales de un “otro”. Para desarrollar esta cuestión, resulta útil retomar las críticas que Grignon y Passeron realizan a ambos modelos. Para los autores, el problema reside en las manifestaciones extremas de cada uno de ellos: el relativismo en su máxima expresión es un “populismo” porque concibe a la cultura popular como una propuesta espontánea de valores autónomos; mientras que el legitimismo tiende a exagerar la incidencia que las relaciones de poder tienen en los consumos culturales de las clases subalternas, es “miserabilista” porque homogeneíza al dominado desde la perspectiva especular del dominante. Lo que no se encuentra en esta analogía es percibido “como un conjunto de indiferenciado de carencias desprovisto de referencias propias” que da cuenta ilusoriamente de una ausencia de cultura. (GRIGNON y PASSERON, 1991)

El corpus teórico legitimista propone un esquema de análisis cuyas categorías centrales son la noción de campo, capital y hábitus. Bourdieu caracteriza al campo como un sistema de relaciones dentro del cual se da una disputa por la apropiación de un determinado capital que aseguraría una posición dominante en un momento dado. Así, al interior de un campo, los diversos agentes pueden adoptar posiciones de ortodoxia o herejía con respecto a las reglas que dentro de él funcionan. Para este autor, el sistema se reproduce en el consumo porque en el discurrir de esta disputa los sujetos van internalizando ciertas disposiciones que constituyen esquemas de pensamiento y de acción, un hábitus que los conduce a comportarse de la misma manera con una mayor probabilidad estadística.
La concepción legitimista no admite el reconocimiento de una cultura popular autónoma: en última instancia sólo existe una cultura -que es la dominante, porque define cuáles son las opciones válidas- y las posibilidades de acción de los sujetos no hacen sistema a modo de contra- cultura porque están siempre restringidas. (BOURDIEU, 1979- 402)
Desde esta perspectiva, el gusto de las clases dominantes es un gusto de libertad que habilita la distinción de consumos segmentados, mientras que en los estratos medios localizamos un gusto de pretensión. En la base de la pirámide social, nos encontramos con un gusto funcional caracterizado por la respuesta mecánica a un sistema de restricciones -a la urgencia de la necesidad.

En el lado opuesto de esta discusión, De Certeau reivindica a la cultura popular como una actividad productiva. Afirma que el consumo en las clases dominadas constituye un juego que busca permanentemente subvertir las estrategias del fuerte –quien puede planificar, imponer las reglas y delimitar el lugar. Los dominados llevan a cabo este juego espontáneamente en su cotidianeidad, de manera secundaria y silenciosa, por medio de la astucia, del aprovechamiento del tiempo y de la ocasión. Así, los sectores débiles se “acomodan” a la cultura dominante para sobrevivir pero continúan operando sobre ella por medio de tácticas. Para este autor, la clave está en los diferentes usos que las clases populares dan a los bienes legítimos, en las maneras de valerse de esos objetos que tienen su inventiva propia y que constituyen gestos de resistencia. (DE CERTEAU, 1996)

Lo que lleva a Beatriz Sarlo a afirmar que el problema no está en los usos desviados que los sujetos dan a los bienes simbólicos, sino en “qué objetos están dentro de las posibilidades de acción de los sujetos” es su concepción legitimista de la cultura. La autora pone el énfasis en la interacción entre instituciones y experiencias como base para la construcción de un universo simbólico: “no hay experiencias que no tengan en cuenta de alguna manera a las instituciones como referencia” y “no existen instituciones que, activas, dominantes o débiles, actúen en un vacío de experiencias”. Para ella, la teoría planteada por De Certeau propone “una especie de modelo insurreccional frente a las indicaciones institucionales que impone la cultura”; pero cualquier supuesta transgresión o insubordinación estaría contemplada dentro de los límites impuestos. Para modificar la hegemonía se necesita entonces, según Sarlo, un capital que habilite la creación de nuevas formas culturales . Pensarlo de otra manera constituiría, desde su punto de vista, una “inversión lisa y llana de la teoría manipulatoria”. (SARLO, 2001- 218 a 228)

La propuesta de Grignon y Passeron para salir de esta encrucijada epistemológica consiste en una transposición metodológica: emplear los mismos esquemas que se aplican al estudio de los gustos y consumos de las clases dominantes pero haciéndolos extensivos a toda la escala social. Implica un primer gesto por parte del analista que requiere abandonar el modelo de análisis dominocéntrico y reemplazarlo por el dominomorfismo para poder darle el status de “cultura” a “lo popular”. De este modo, es posible encontrar también en la cultura popular un estilo “para sí mismos” tanto como un gusto “para los otros”. Lo que Grignon y Passeron aportan a la discusión -aunque no pueden abandonar las herramientas legitimistas- es una lectura ambivalente que retoma lo positivo de cada una de estas dos perspectivas y que permite pensar a las clases populares como productores sin perder de vista las relaciones de poder en las que están insertos.
Las tácticas de las “muchachas”.

Alicia, Paula y Mirta tienen mucho en común. Ni siquiera son “empleadas domésticas”, ellas trabajan en negro y por horas, por lo que no acceden a los beneficios sociales de las empleadas. Son mujeres y son “muchachas”, por oposición a las “señoras” (“las dueñas de casa”). Tienen entre 40 y 50 años, son doblemente subalternas por su condición social y de género. Veamos qué hay de homogéneo en sus universos simbólicos:
Alicia vive en San Miguel, en un departamento que alquila con su pareja, quien trabaja en una empresa de seguridad. Alicia me cuenta: “A mí no me da vergüenza que me regalen ropa. Por ejemplo, las dos remeras de hombre con cuellito, que eran muy cortas y anchas, las que tenían el dibujo del caballo se las regalé al novio de mi hija, que es mecánico, y aunque se le ve el ombligo le vienen muy bien porque las usa para trabajar y ensucia de a dos por día”. Pero, según ella, lo mejor fue “por ese buzo finito que acepté, porque aunque pasé frío yo sabía que era de verdad y no trucho como el que te venden en las ferias, debía salir unos quinientos pesos pero, bueno, no me gusta por los colores, son muy estridentes. Me lo puse ayer miércoles para ir a limpiar a lo de una señora muy miserable, yo sabía cuando me viera iba a decir algo. Bueno, me dijo y entonces tuve justo lo que quise para responderle . Se lo dije, estaba esperando que me lo dijera.”
A Paula la incomoda que le regalen ropa, “como si no trabajara para comprársela” pero algunas cosas igual las acepta “para las nenas”. Vive en el barrio La Cava en San Isidro, tiene dos hijas preadolescentes y además la custodia de otras dos que le fue otorgada desde que falleció su mejor amiga. “Son muchas, entonces a veces acepto la ropa, después ellas se la reparten y ven si les gusta o no, así yo les puedo dar la plata para que vayan a las excursiones y no hago diferencias, les doy a todas por igual”.
A Mirta sí le molesta que le regalen ropa porque tiene que llevarse las bolsas en colectivo “sino es desprecio”; pero la lleva “a una Iglesia de San Antonio de Padua o a los viejitos” porque en general las prendas no le quedan o son de hombre. Mirta es enfermera de oficio, trabaja de noche “en la colonia de ancianos”, un hogar municipal.
En todos los casos se puede acordar que existe un lugar ajeno, constituido por el ámbito de trabajo (“la casa”) en el cual las reglas son impuestas por “las señoras” y en cual se imponen estrategias que funcionan definiendo determinados comportamientos esperables, como es aceptar la ropa usada que les regalan (“sino es desprecio”). Las tres anécdotas son útiles para analizar los usos diferenciales que las “muchachas” le dan a la vestimenta que reciben -la cual asumimos como un objeto de consumo cultural previamente definido por el gusto legítimo. Los caminos para la obtención de beneficios simbólicos son radicalmente diferentes. En el caso de Paula, la decisión se toma con el objeto de liberar poder adquisitivo para destinar a otro consumo (“las excursiones”) y tiene un fundamento ético “para sí” (“les doy a todas por igual”) que no tiene que ver exclusivamente con la necesidad en términos de Bourdieu. En el caso de Mirta distinguimos dos momentos: la sumisión a la regla del no desprecio en función de la táctica de no contrariar a su empleadora (“para el otro”) y un segundo momento ético “para sí” que implica regalarla a terceros atendiendo a que la ropa “no le sirve”. La anécdota de Alicia respecto de una de sus empleadoras es enriquecedora en la medida en que ilumina exhaustivamente el funcionamiento de las tácticas del débil: un cálculo que juega con el acontecimiento para hacer de él la oportunidad de reivindicarse simbólicamente ante el orden de lo dominante, allí donde no es esperado por su empleadora. En ningún caso el gusto legítimo está determinando la elección popular por el uso y cuando lo hace, como en el caso de Alicia, es desviado, o sea, aparece con el objeto de burlar una restricción transformándola en recurso. Tampoco el destino de las remeras “deformadas” para trabajar en el taller constituía un uso previsto por la cultura dominante.

Podemos afirmar con De Certeau que en los tres casos se podría plantear la existencia una táctica productiva (que Sarlo calificaría de meramente “insurreccional” en relación a las restricciones de poder en las que nuestras entrevistadas están inscriptas). Lo cierto es que, una vez reconocido el status productivo de la cultura popular, no hubiéramos podido iluminar los diferentes usos y matices presentes en el consumo de los sectores subalternos de no haber concretado, como proponen Grignon y Passeron, una transposición de las herramientas teóricas de la sociología legitimista.

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BIBLIOGRAFÍA:

SARLO, B. (2001): “Retomar el debate”, en Tiempo presente. Notas sobre el cambio de una cultura, Buenos Aires, Siglo XXI.

GRIGNON, C. y PASSERON, J. (1991): “Dominomorfismo y dominocentrismo”, en Lo culto y lo popular. Miserabilismo y populismo en sociología y en literatura, Nueva Visión, Buenos Aires.

BOURDIEU, P. (1979): “La elección de lo necesario”, en La distinción, Taurus, Madrid.

DE CERTEAU, M. (1996): “Introducción”, “Culturas populares” y “Valerse de: usos y prácticas”, en la Invención de lo cotidiano. I. Artes de hacer, Universidad Iberoamericana, Méjico.