domingo, 18 de abril de 2010

Burke, P: La cultura popular en la Europa Moderna

El autor se propone describir e interpretar las principales tendencias de la cultura popular en la Europa Moderna preindustrial, tomando en consideración el período que transcurre entre los años 1550- 1800. Para ello, creemos que propone una definición de cultura que entra en tensión con la metodología de investigación implícita en su obra.
Burke entiende a la cultura como un “sistema de significados, actitudes y valores compartidos, así como de formas simbólicas”(1) a través de las cuales dicho sistema se encarna. En cuanto a la calificación de popular, parece orientarse a una definición negativa, como “cultura no oficial”, es decir, de grupos que no formaban parte de la elite de la época (artesanos y campesinos). Se inclina por la expresión gramsciana “clase subordinada” para referirse de manera general a dichos grupos.
Dijimos que estas definiciones entran en conflicto con la metodología del investigador, en cuanto a que, ante la imposibilidad de acceder directamente a las fuentes populares, éste se vale de fuentes letradas producidas por los mismos reformadores. A lo largo de su obra da cuenta de las relaciones de préstamo, lucha y resistencia entre ambas culturas; pero al mismo tiempo, en su definición inicial de cultura popular, no menciona explícitamente dichos entrecruzamientos.


El triunfo de la cuaresma: la reforma de la cultura popular.


La primera fase de la reforma (1500- 1650)
En la apertura de este acápite, Burke se refiere al cuadro de Brueghel al que nos habíamos aproximado en nuestro trabajo anterior. (2) Dicha pintura refleja el proceso por el cual el clero intentó reformar o suprimir muchas de las expresiones (y específicamente las formas de diversión popular, como el carnaval) cuyos valores entraban en conflicto con la cultura oficial. Para comenzar a abordar el tema, es necesario decir que las clases subalternas no se constituyeron en receptáculos pasivos de dichas reformas, sino que con frecuencia contribuyeron desarrollando activamente actitudes de auto- perfeccionamiento. Asimismo, católicos y protestantes no accionaron del mismo modo contra idénticas manifestaciones culturales.


Existían dos objeciones principales en contra del carnaval. La primera, de orden teológica, accionaba en contra del paganismo clásico en todas sus formas mágicas, consideradas como demoníacas. La segunda, de orden moral, predicaba contra el desenfreno popular que provocaban las fiestas que, principalmente a través de sus bailes, se constituían en un ambiente propicio para la propagación de los vicios indecentes y el pecado en general (la embriaguez, la violencia, la glotonería y la fornicación).

Nos encontramos entonces con dos éticas opuestas y con dos culturas en conflicto: por un lado, la de los reformadores, que estaba inspirada por la decencia, la austeridad, la disciplina y el autocontrol; por el otro, la ética popular y hasta entonces tradicional, que insistía en la espontaneidad y ofrecía una mayor tolerancia hacia el desorden. (3)


En esta etapa, según Burke, las brujas no eran perseguidas porque hiciesen el mal, sino por ser adoradoras de diosas paganas provenientes de una falsa religión. Asimismo, los predicadores populares, que utilizaban lenguaje soez y coloquial “del tipo de los que se utilizaban en los burdeles” eran acechados por provocar la risa estruendosa entre la congregación y por organizar procesiones en las que participaban animales y niños desnudos. Las canciones populares, por su parte, fueron atacadas porque “presentaban a los criminales como si fueran héroes”.
En este período encontramos una insistencia especial por separar lo sagrado de lo profano, aspectos que en la Edad Media aparecían amalgamados. Pero, nos dice Burke, es importante no ver al movimiento de la reforma como un todo monolítico. La reforma católica podía identificarse como una tentativa de modificación, mientras que la protestante predicaba la abolición. De hecho, los protestantes atacaban todos los días festivos, incluso los domingos, y se oponían tanto al carnaval como a la cuaresma. A priori parecería que los reformadores católicos hubieran sido menos radicales ante la cultura profana en tanto que, por ejemplo, su objetivo no era abolir las fiestas populares, sino “purificarlas”.


A partir de 1560, el Concilio de Trento aportó variadas manifestaciones documentadas dirigidas a reformar la cultura popular, como lo fueron los índices de libros prohibidos. Esto nos indica que durante esta primera etapa, la reforma fue principalmente liderada por el clero, mientras, como veremos, en los siglos sucesivos la misma continuará impulsada por los laicos.




Tiziano, Concilio de Trento
Hasta aquí hemos descripto lo que, según Burke, constituyen aspectos negativos de la reforma. Pero en esta etapa también el accionar de los religiosos adoptó formas positivas. Los seguidores de Lutero intentaron instaurar una nueva cultura popular cuyo elemento central fuera un texto asequible a la mayoría de la población: la Biblia traducida en lengua vernácula (alemán). Hasta 1520, los conocimientos que los campesinos y artesanos tenían de la Biblia provenían de la oralidad y de fuentes de segunda mano, lo que motivó que uno de los servicios más importantes de los calvinistas y luteranos fuese el catecismo (en un esquema de pregunta- respuesta) y la lectura en voz alta del Antiguo y Nuevo Testamento. En esta nueva cultura popular que el régimen protestante intentó imponer, las manifestaciones orales tuvieron un lugar preponderante y el ritual dramático fue puesto al servicio de la religión: los salmos ocupaban el lugar de las canciones profanas capturando sus melodías y los sermones adquirieron protagonismo generando una verdadera experiencia emocional que requería la participación del auditorio con exclamaciones, suspiros ó llantos. La cultura protestante no fue especialmente una cultura de la imagen, como sí lo fue la católica. Los calvinistas, incluso, despojaron sus templos de todo tipo de ornamentos, blanquearon sus paredes y las invistieron de textos. La protestante fue por sobre todo una cultura de la palabra.


Imagen del interior de un templo calvinista

La cultura católica reformada estaba mucho menos diferenciada de la cultura popular. Los líderes católicos consideraron la importancia de adaptar sus ideas al lenguaje profano y llevaron a cabo una doctrina de la “acomodación” que se ilustra en la pervivencia de las fiestas paganas (el solsticio de invierno convertido en la Navidad, el solsticio de verano transformado en la fiesta de San Juan). La contrarreforma católica llevará entonces las marcas de dos batallas: la que se dirigió contra los reformistas protestantes y la que se desarrolló en términos teológicos y éticos contra la superstición y la inmoralidad. Los reformistas católicos, a diferencia de los protestantes, seguían promoviendo una cultura de la imagen y no una de los textos, dado que los mitos, los santos y los rituales tuvieron para los católicos la función de legitimación. Así surgieron nuevas figuras que encarnaban lo profano y que en la Edad Media hubieran sido inadmisibles: María Magdalena, la Sagrada Familia, San Isidro Labrador.


Imagen del interior de un templo católico

La segunda fase de la reforma (1650- 1800)

Hacia 1650, la resistencia de la cultura popular comenzó a quebrarse. Las comunicaciones eran mucho mejores que en la etapa anterior (desde los caminos hasta los libros), como consecuencia se produjeron grandes cambios culturales, especialmente en las regiones más urbanizadas. Fue el tiempo del surgimiento de grupos reformadores laicos, que incluso fueron más allá de las orientaciones marcadas por el Concilio de Trento, en manifiestos ataques contra la religiosidad más popular -como por ejemplo, contra la devoción hacia la virgen María o a los santos-, lo que provocó el levantamiento de campesinos en varias zonas. Lo específico de esta etapa es la creciente separación entre lo religioso y lo popular. Comienzan a desaparecer los cuentos y las canciones, las representaciones teatrales, las tabernas y las diversiones del pueblo en general.

Pero además de la iniciativa laica, la gran novedad en esta época es la introducción de argumentos estéticos en el ataque a la cultura popular. Ya no se trataba sólo de la moral, sino también del buen gusto. El teatro popular se encontraba muy procaz para el gusto oficial y se comenzó a reemplazar por el drama clásico de la antigua Grecia. Los reformadores de la etapa inicial condenaban a lo que creían mágico por diabólico y sobrenatural, ello implicaba que no ponían en duda su eficacia. Sin embargo, los reformadores de la segunda etapa ya no se tomaban en serio estas prácticas, en lo que puede comenzar a verse un germen del iluminismo. Antes de 1650, la “superstición” era entendida como una “religión falsa”; mientras que a posteriori se constituyó semánticamente en un “temor irracional”. Asistimos sin duda a un proceso de decadencia de lo mágico: la adivinación y la hechicería rompían no sólo las reglas de la razón, sino también las del buen gusto, eran consideradas una extravagancia.

Es posible que los reformadores no tuvieran la intención de crear una separación entre la cultura purificada y la cultura popular, sino más bien su intención era homogenizar al pueblo, atraerlo hacia las prácticas legítimas. Sin embargo, como veremos más adelante, las reformas tuvieron el efecto contrario: aumentaron la brecha entre la minoría educada y el resto de la sociedad, lo que marginalizó aún más las tradiciones populares.

Cultura popular y cambio social

En este apartado, Burke intenta dar cuenta -de manera bastante esquemática, por cierto- de los factores económicos, sociales y políticos que influyeron en los cambios de la cultura popular en el siglo XVIII. Entre ellos, menciona el crecimiento demográfico y la concentración urbana; el desarrollo del capitalismo comercial que siguió a la economía feudal y que transformó la agricultura autosuficiente en una actividad de mercado; la especialización regional en ciertos productos; la estandarización de lo producido por medios semi- mecánicos; todo ello promovió la caída del salario y con ello la polarización social. Los factores antes mencionados condujeron al desarrollo de una nueva clase social que vio incrementarse su nivel de confort (ilustrado en la proliferación de muebles y utensilios, que hasta entonces eran escasos). La decadencia de las ferias en simultaneidad con el crecimiento de las ciudades propició un proceso de comercialización del ocio. El autor se detiene aquí para narrarnos a modo de ejemplo cómo nace el circo, integrado por bufones, payasos y acróbatas antes independientes, que en este nuevo contexto son cooptados por un empresario y acotados a representar sus actos en edificios cerrados (no ya en la plaza pública), función por la cual ya se comenzaba a cobrar el valor de una entrada. También durante el s XVIII aparece un nuevo tipo de héroe popular, el héroe deportivo, lo que nos indica una nueva concepción del entretenimiento: las formas de espectáculo más participativas y espontáneas se iban sustituyendo por otras formas más comercializadas.

Una de las consecuencias fundamentales de los movimientos de reforma fue la proliferación de libros impresos y el creciente nivel de educación formal entre la población, en parte también debido al antiguo agenciamiento de la función educativa llevado a cabo por el clero. Sin embargo, para la población rural existía un problema de acceso a la cultura impresa de triple dimensión: logística, económica y lingüística (no llegaban, no podían comprarlos porque eran muy caros, finalmente no estaban impresos en su lengua y, en tal caso, ni aún con la suficiente sencillez). El libro introduce no sólo la decadencia del cantante y del narrador profesional, sino también la división del trabajo entre el autor y el actor, quien debía dejar de improvisar.

La tesis de Burke en este aspecto consiste en que los cambios culturales producidos en la época de la Reforma no fueron tanto “sustitutivos” (como se esperaba por parte de los reformadores), sino “aditivos”. Más importantes que la aculturación son para él los procesos de secularización y politización que se produjeron en el transcurso de estos siglos (el “desencanto del mundo”, en un sentido weberiano).

Consideraciones finales

En 1500, la cultura popular era una cultura “para todos”: una segunda cultura para las clases altas y una única cultura para el resto de la población. Sin embargo, hacia 1800 podemos ver que se había producido una progresiva retirada de los más instruidos de esa “cultura de todos”, el adjetivo “popular” dejaba de ser sinónimo de “universal” para pasar a ser sinónimo de “vulgar” ó “común”. Para el clero, la causa directa fue la reforma católica y protestante. Para la burguesía y la nobleza, la causa principal fue el Renacimiento (4). Así, asistimos a una creciente división entre las formas de diversión de los ricos e instruidos y el entretenimiento de los pobres. Se pone el énfasis en las operaciones de represión, en la separación del cuerpo propio del mundo exterior, en el autocontrol de las funciones orgánicas; en síntesis, surge un esfuerzo por constituir un “gusto legítimo”, una idea de belleza que reivindique la decencia y los cánones estéticos del clasicismo. Comienzan a diferenciarse en materia de literatura, música y teatro lo “culto” de lo “popular”, la “palabra autorizada” de lo que se calificaba de “charlatanería”.

A medida que se iba profundizando la brecha entre una cultura legítima y otra ilegítima -proceso en el cual la calificación de “pueblo” siempre se le asigna a un otro- surge en el siglo XIX el movimiento Romántico, que comienza a manifestar cierto interés por lo popular. Sin embargo, para entonces la brecha es ya irreversible (5): Se trata de un redescubrimiento y de un interés por lo “exótico”, más focalizado en encontrar un “placer especial individual” y en atacar las ideas del Iluminismo que en la participación en una experiencia popular colectiva y espontánea.

Notas:
(1)Burke, P., “El triunfo de la cuaresma” y “Cultura popular y cambio social” en La cultura popular en la Europa Moderna, Madrid, Alianza, 1978, P. 29.
(2)Ver entrada sobre: Bajtín, M., La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento, Alianza, Madrid, 1987.
(3)En este punto cabe preguntarse en términos de Bajtín si, tratándose de valores compartidos por todos, en la Edad Media existía una percepción negativa y una separación tan tajante que oponía el “orden” al “desorden” o si ambos aspectos formaban parte en un sentido positivo de la misma cosmovisión.
(4)La rivalidad entre los médicos y los curanderos resulta muy interesante para ilustrar la menor importancia de la Reforma ante el avance de las ideas renacentistas en la progresiva distinción cultural entre las clases instruidas y la clase popular, en la que nada tenía que ver la religión, pero sí la razón.
(5)En la concepción romántica subyace un enfoque más cercano a lo que es la Teoría de la Diferencia, heredera del Relativismo, por el cual si bien no existe una cultura superior y otra inferior, las distintas culturas estarían en pie de igualdad, de modo tal que se desconocen las posibles relaciones de poder.

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