La lectura del capítulo "Los medios del buen encausamiento" en “Vigilar y Castigar”, de M. Foucault, nos permite profundizar el concepto de “disciplina” como arte de normalización de conductas y de constituir individuos sociales como objetos e instrumentos de su ejercicio, con atención especial a su funcionamiento dentro del ámbito de la escuela.
Para Foucault, el éxito del poder disciplinario escolar se debe al uso de tres herramientas simples: la vigilancia jerárquica, la sanción normalizadora y la combinación de ambos en un nuevo elemento, el examen.
La vigilancia jerárquica es un dispositivo que coacciona mediante el juego de la mirada, un aparato en el que las técnicas que permiten ver inducen efectos de poder. La arquitectura espacial de los establecimientos educativos es uno de los aspectos en los que han cristalizado estas técnicas inspiradas en el observatorio militar; su disposición estructural ya no habilita, como en la fortaleza, la vigilancia del espacio exterior, sino que también permite observar el espacio interior, principalmente para hacer visibles a quienes se encuentran dentro de él. Los espacios de autoridad y los aposentos en la escuela- edificio del s. XVIII eran dispuestos según esta lógica, en función de los objetivos de educar los cuerpos (imperativo sanitario), asegurar la obediencia (imperativo político), prevenir el libertinaje y la homosexualidad (imperativo moral). Los patios se ubicaron en el centro de las edificaciones, que en su mayoría eran circulares y abiertas hacia el interior. Con frecuencia, las funciones administrativas de dirección eran localizadas en una construcción más elevada. En la escuela moderna, al igual que en la fábrica, todo se ejecuta al toque de campana. La vigilancia jerarquizada, y aún también la recíproca, no son invenciones del siglo XVIII, pero gracias a ellas el poder disciplinario se consagra en un sistema integrado. El poder en este tipo de vigilancia no es poseído como si fuera una cosa ni transferido como una propiedad, funciona como una maquinaria: es absolutamente indiscreto y discreto a la vez. Por un lado, está en todas partes y a la vez alerta, no deja ninguna zona en penumbra y controla incluso a aquellos que ejercen la función de controlar; por el otro, trabaja permanentemente y en gran media en silencio, hace “marchar” un poder relacional que se sostiene a sí mismo. Lo logra, en principio, sin recurrir a la coerción física; es en apariencia no corporal, aunque fabrica “cuerpos dóciles”.(1)
La sanción normalizadora funciona como un pequeño mecanismo penal, es esencialmente correctiva. Reprime un conjunto de conductas desviadas respecto de una regla, entre las cuales reina una verdadera “micropenalidad del tiempo”: ausencias, retrasos, interrupciones, falta de atención, desobediencia, insolencia son automáticamente coartados; pero también los gestos “impertinentes” del cuerpo y la sexualidad en general, a la que entiende como falta de recato e indecencia.(2) La sanción normalizadora opera sobre las fracciones más pequeñas de la conducta y ejerce su función punitiva sobre los elementos que son aparentemente indiferentes a otros sistemas penalizadores más generales en la sociedad.
“Por la palabra castigo debe entenderse todo lo que es capaz de hacer sentir a los niños la falta que han cometido, todo lo que es capaz de humillarlos, de causarles confusión (…) cierta frialdad, cierta indiferencia, una pregunta, una humillación, una destitución de puesto.” (3)
El orden de los castigos disciplinarios en la escuela es particular respecto de otros sistemas penales porque es mixto: proviene de un reglamento artificial que observa a la vez los procesos naturales (exime de la lección a los que todavía no son capaces de aprenderla de acuerdo con la duración del aprendizaje y el nivel de aptitud, por ejemplo). Asimismo, es en buena medida isomorfo a la obligación incumplida: es menos una venganza sobre la ley ultrajada que su repetición, tiende a redoblar su fuerza (repetir insistentemente aquello que se ha omitido o incumplido). En este sentido, castigar es también ejercitar. Por otro lado, el sistema al cual pertenece el castigo disciplinario funciona sobre el doble eje gratificación- sanción (la falta de recompensa constituye también una forma de castigo). Se constituye de esta manera una distribución entre un polo positivo y uno negativo, las conductas recaen en el campo de las buenas o las malas notas y por esta cuantificación económica los aparatos disciplinarios jerarquizan a las “buenas personas” respecto de las “malas”. Esta diferenciación no es sólo de los actos, sino de los individuos mismos, porque atribuye niveles, valores y virtudes. A través de esta medida valorizante introduce la coacción de una conformidad que realizar, pero agrega también un campo de comparación en la medida en que traza una frontera exterior a lo “normal” que diferencia a los individuos entre sí toda vez que instaura una educación en la que rige el principio de estandarización y segregación de lo “anormal”. La única individualización permitida es aquella que introduce una gradación “útil” dentro de la homogeneidad, es decir, la que refiere a los niveles y las especialidades. En este sentido, la penalidad perfecta no sólo controla y disciplina, sino que compara, diferencia jerarquiza y, finalmente, excluye.
El examen es una instancia que combina la jerarquía que vigila con el castigo disciplinario, podríamos decir que constituye una “mirada normalizadora” que permite a la vez calificar, clasificar y castigar con un alto grado de ritualización. En esta ceremonia se consagra una relación de poder que produce la tributación a un saber y la instauración de una verdad, ritual en el que intervienen métodos, roles, juegos de preguntas y respuestas, sistemas de notación y de clasificación. A lo largo del ciclo lectivo, la escuela se constituye en aparato de examen ininterrumpido, una comparación perpetua de cada cual con todos que permite medir y sancionar. El examen es también la forma que garantiza el traspaso de conocimientos del maestro al discípulo pero, paradójicamente, consagra un saber asignado al maestro. La época de la escuela examinatoria inaugura el comienzo de la pedagogía como ciencia.
En resumen, el examen combina el ejercicio del poder con la consagración de un saber:
- Invierte la economía de la visibilidad en el ejercicio del poder: en lugar de emitir los signos de su potencia sobre individuos desconocidos, en el examen el poder constituye al individuo en un mecanismo de objetivación.
- Una vez constituida la individualidad, la introduce en un campo documental que la capta y la inmoviliza de acuerdo con los métodos tradicionales de la administración, registro que sirve para recurrir a él en tiempo y lugar oportunos.(4)
- Hace de cada individuo un “caso” en el sentido científico del término. El conjunto de sus diferencias individuales constituye un objeto para un conocimiento y una presa para un poder. Se le puede medir, describir, normalizar, clasificar, excluir, juzgar y comparar con otros.
El nacimiento de la pedagogía como disciplina coincide con el momento en que se efectúa una inversión del eje político de la individualización. Si, en siglos anteriores, cuanta mayor cantidad de privilegio político se tenía más marcado se estaba como individuo a través de discursos o representaciones, ahora la individualización adopta un trayecto descendente: a medida que el poder se vuelve más anónimo y más funcional aquellos sobre los que se ejerce tienden a estar más fuertemente individualizados. Todas las ciencias con raíz “psico” tienen su lugar en esta inversión histórica de los procedimientos de individualización: está el “loco” ó el “enfermo” más individualizado que el hombre “sano”, el “delincuente” más que el “no delincuente”, el niño más que el adulto. El individuo también es una realidad fabricada por una tecnología específica de poder llamada “disciplina”. El poder no es sólo un efecto negativo que excluye, reprime ó censura, sino que también produce individuos, ámbitos de objetos y rituales de verdad.
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NOTAS:
(1)
Sobre la constitución de “cuerpos dóciles”, ver Capítulo 5 del mismo volumen.
(2)
Es particularmente interesante rastrear con qué intensidad opera en este último aspecto entre los adolescentes de la Escuela Media.
(3)
J.- B. de La Salle, citado por Foucault en el mismo volumen, p. 209.
(4)
Profesores que no cesan de repetir que el examen “es un acto público”, en el sentido más “escribanístico” del término.
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BIBLIOGRAFÍA:
FOUCAULT, M., Los medios del buen encausamiento, “Vigilar y Castigar”, Buenos Aires, siglo XXI.