lunes, 24 de mayo de 2010

Guinzburg, C. “El Queso y los gusanos”


Carlo Guinzburg es calificado como uno de los historiadores más polémicos debido a su metodología de trabajo. Para la reconstrucción de la historia se concentra en un pequeño caso individual al que considera representativo de la cultura que se propone analizar. Su método ha sido referido como de “investigación cualitativa hermenéutica”.
La obra de la que nos ocuparemos se propone estudiar la cultura popular de fines del s. XVI y nos plantea inicialmente la imposibilidad de acceder a las fuentes de dicha cultura debido su naturaleza oral y al hecho de que no existen registros documentales de la misma. La pregunta que Guinzburg nos lleva a formularnos -siguiendo con la provocativa retórica de De Certeau- es si podemos estudiar la cultura popular por fuera del gesto que la suprime, siendo este último precisamente el proceso que la borra. Es decir, concretamente, ¿podemos conocer en profundidad la cultura rural del siglo XVI a partir de las actas de la Inquisición? La conflictividad aquí es doble: reside en que estamos reconstruyendo esta cultura oral subalterna a partir de los testimonios escritos de la clase que sobre ella ejerció una función represiva.
Hay en este texto una postura teórica que discute categóricamente con las corrientes historiográficas tradicionales que niegan la validez de estudiar casos individuales, así como también una crítica explícita a la obra de Foucault, a quien acusa de concentrarse más en los procesos de exclusión que en la cultura de los excluidos.
La tesis del autor es que para poder estudiar determinadas culturas, para las cuales no tenemos acceso a fuentes propias, es necesario correrse del paradigma del conocimiento objetivo y empezar a considerar determinados rastros, indicios y abducciones que podamos obtener a partir de otras fuentes indirectas que nos permitan reconstruirla, teniendo en cuenta los filtros deformantes.
Esta metodología -a la que por concentrarse en un espacio social reducido también podríamos llamar “micro- histórica”- conduce a Guinzburg a abordar el caso particular de Menocchio, un molinero friulano alfabetizado que fue acusado de herejía y condenado a la hoguera por la Inquisición. Las actas de enjuiciamiento son de particular utilidad para encontrar las huellas de la cultura reprimida. En ellas le resulta posible al autor rastrear las imbricaciones entre las tradiciones rurales y algunos hechos históricos, como la Reforma/ Contra- reforma y la invención de la imprenta.
El caso del molinero corresponde a un perfil atípico para la época: el ámbito en que se movía era el de la cultura popular, pero su condición de alfabetizado lo llevó a tener acceso a algunos libros controvertidos para la Inquisición.
Guinzburg focaliza en el desfase entre los textos escritos a los que tenía acceso Menocchio, la manera en que asimiló su lectura, por un lado, y su posterior construcción discursiva dirigida a sus coetáneos y a los inquisidores que lo enjuiciaban, por el otro. La hipótesis del investigador es que Menocchio interponía un tamiz inconsciente entre él y la página impresa; es decir, configuraba una clave de lectura propia, una reelaboración original de lo leído en la que confluía la cultura oral y la cultura escrita.


El traspaso del registro oral al escrito, la traducción del juicio, el hecho de que las actas reflejen la cosmovisión de la cultura dominante de la época, las lecturas previamente realizadas por Menocchio, constituyen filtros deformantes que el historiador debe tener en cuenta para reconstruir la clave de lectura del protagonista. Una vez pasado el discurso por este tamiz analítico, lo que queda corresponde virtualmente al ámbito de la cultura oral popular del siglo XVI.
Dicha clave de lectura nos marca la distancia entre la letra de los textos y la explicación de Menocchio. Si bien esta interpretación no es accesible por fuentes directas, queda plasmada en las actas de la Inquisición en la manera en que el molinero la restituye a su interrogador:


“Yo he dicho que por lo que pienso y creo, todo era un caos, es decir, tierra, aire, agua y fuego juntos; y que aquel volumen poco a poco formó una masa como se hace el queso con la leche, y en él se formaron los gusanos y éstos fueron los ángeles; y la santísima majestad quiso que aquello fuese Dios y los ángeles; y entre aquel número de ángeles también estaba Dios creado también él de aquella masa y al mismo tiempo; y fue hecho señor con cuatro capitanes, Luzbel, Miguel, Gabriel y Rafael…”


“Ir a confesarse a los curas y frailes es como ponerse delante de un árbol”.



Finalmente, la obra nos permite sumergirnos aún en otra profunda discusión:


¿Hasta qué punto los eventuales elementos de la cultura hegemónica en la cultura popular son producto de una aculturación?


Lejos de propuestas como las de Mandrou, que atribuye a la clase subalterna una adaptación pasiva, o la de Bolleme, que le reivindica una oferta de valores autónomos, Guinzburg –siguiendo a Bajtín- afirma la circularidad en las relaciones entre culturas de clase, lo que permite pensar en una “zona de encuentro” entre ambas culturas, en la que se da una dinámica de relaciones de dominación, conexiones, préstamos, influencias recíprocas, conflictos y resistencias. En esta línea de pensamiento, el historiador nos propone un ejercicio de reflexión: es muy probable- sugiere el texto de Guinzburg- que si ambas culturas nunca hubieran entrado en contacto, las huellas de la cultura oral popular del siglo XVI se hubieran perdido para siempre.

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BIBLIOGRAFÍA:

Guinzburg, C. “El Queso y los gusanos”, Muchnick, Barcelona, 1981.
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sábado, 15 de mayo de 2010

R. Walsh o la paradoja de la representación subalterna


“¿Cómico, verdad? Uno llega a saber cómo se dice una cosa en dos idiomas,
y aún de distintos modos en cada idioma,
pero no sabía qué era la cosa.”
R. Walsh


¿Cómo se representa lo subalterno? ¿Cómo puede un texto representar una dimensión que no forma parte de sus condiciones de producción? Los medios audiovisuales tienden a poner en escena una corporalidad arquetípica como ilusión de desaparición de la mediación. Así, la voz subalterna aparece soportada por el propio cuerpo. Decimos que se trata de una ilusión, dado que si esta voz pudiera apropiarse del medio para representarse a sí misma perdería la condición de su subalternidad.
A Rodolfo Walsh se lo reconoce principalmente por su actividad de investigación periodística y por la “invención” del género reportaje de ficción; pero además ha escrito numerosos cuentos que, si bien están del lado de la ficción, aparecen anclados en la experiencia de la lucha proletaria. Hay una anécdota que él cuenta en relación a su metodología de trabajo y que se resume en la siguiente impresión:


Vi morir un conscripto en La Plata, que al morir no dijo “Viva la Patria”, sino que gritaba:


- No me dejen solo, ¡hijos de puta!


Esta anécdota nos dice mucho sobre el abordaje de lo popular y sobre la habilidad metodológica que se propone desarrollar. Para Walsh, la verdad no está en el mármol, sino en la voz subalterna, a la que hay que saber recoger y escuchar con respeto en la experiencia directa.


En el cuento del mismo autor, “Nota al pie”, del cual hemos extraído la cita del comienzo, encontramos genialmente simbolizada esta tensión entre la voz letrada y la voz popular. Lo popular es en Walsh el camino y la clave para reconstruir una verdad histórica. El cuento le sirve para exhibir, entre otras cosas, la arbitrariedad en esta relación de representación. Expone el diálogo entre una voz letrada y otra que quiso serlo. El texto derrama esta tensión en tres dimensiones (gráfica, sintáctica y de clase). Gráficamente y sintácticamente, a medida que avanza la lectura, la voz proletaria -como nota al pie- va ganando terreno y se va volviendo cada vez más importante para entender la causa del suicidio de León, un traductor contratado. En ella reside la verdad y no en la mirada de su editor, cuya voz es el soporte de lo que, al inicio del cuento, parece ser el hilo principal de los acontecimientos:


A los ojos del protagonista del texto “principal” –Otero, el editor- León se ha vuelto loco. No consigue comprender el enigma de su muerte. La fealdad de su habitación en la pensión y hasta su propia fealdad eran culpa del mismo León. Él había elegido esa vida para sí mismo. Era sacrificada en verdad; pero aún más sacrificado era ser un editor, alimentar los sueños de la gente e inculcar al pueblo una cultura, acercarle las obras principales. León sólo debía considerar el tiempo que le tomaría a un hombre como él, de una cultura mediana llena de lagunas, escribir una novela. Y lo poco que le pagarían por ella. Sin duda, estaba mejor como traductor. Era lo más cerca que podía llegar de ejercer un verdadero arte: borrar su personalidad, pasar inadvertido y escribir como otro sin que nadie lo note.
Otero elabora distintas hipótesis sobre la causa de su auto- envenenamiento: conflictos de la infancia, ausencia de los padres, la fealdad y la dejadez que le habían impedido conseguir una mujer. Consideraba que siempre había sido generoso con León; pero su complacencia en la desgracia, el lamento constante y la miseria de éste lo abrumaban, al punto de que en los últimos días lo había hecho atender por su secretaria. El suicidio era la escapada de un mediocre, “un símbolo del desorden de los tiempos”, un acto que ponía en duda los valores. Tal vez había sido, incluso, demasiado blando, demasiado bueno con él. Si hasta en un acto de generosidad, una vez le había regalado medio aguinaldo…


Como dijimos, apenas tras las primeras líneas el texto nos presenta una bifurcación: seguir la nota al pie o seguir la “historia”. Con el transcurrir de las páginas, esa nota subordinada –que es el texto de la carta del suicida- se va convirtiendo en la verdad que es clave del misterio, al mismo tiempo que la narración va perdiendo fuerza. Puede leerse una u otra. Pueden leerse, incluso, ambas simultáneamente. En un punto, el lector se descarrila por el hábito de la referencia al pie, pero la carta se extiende, gana peso propio, lo va tentando con la verdad. Al final qué importa si el comisario tarda o no, qué importan las elucidaciones de la dueña de la pensión.
¿Quién es el protagonista? En apariencia, Otero, la voz letrada mediada por otra voz letrada –la de Walsh. El pensamiento de Otero es apenas una estigmatización sobre la vida de un subalterno. Pero a medida que avanza el cuento, León parece tener voz propia. La verdad reside en su experiencia subjetiva, en la causa popular:

León trabajaba en un taller mecánico, su cuerpo era portador de las marcas que encarnaban su tiempo de trabajo. León soñaba con dejar de ser un obrero y para lograrlo se inscribió en las academias Pitman. Logró recibirse de traductor de inglés mediante una educación práctica. Construyó una auténtica intimidad con los objetos de trabajo cotidiano, especialmente el diccionario –con el que mantiene diálogos fantásticos. A fuerza de desvelos pudo ir mejorando cada vez más sus traducciones, a medida que fue teniendo acceso a las obras literarias de la cultura letrada occidental. Consiguió su primer trabajo intelectual pago. Poco a poco fue burlando los textos, introduciendo estrategias para ganar tiempo y artilugios intelectuales propios, fantaseando que él mismo podía escribir. Logró el reconocimiento de la Casa (la editorial para la cual trabajaba y que le pagaba por página traducida, sin importar el tiempo que había dedicado a ella). Se creía privilegiado, lejos de aquellos que manejaban tornos, amasadoras, guinches. Sin embargo, León no pudo salir materialmente de su miseria. Tenía un solo traje de franela para invierno y verano, con mucho esfuerzo lograba pagar puntual su alquiler, había debido empeñar su Remington y continuar en forma manuscrita. Intelectualmente, seguía subordinado a los lineamientos del editor. Se comparaba con sus competidores, otros traductores, en función de la crítica que aparecía en los periódicos. León era muy bueno en lo que hacía, pero todo su crédito simbólico se reducía a tres iniciales colocadas al pie del título, apenas en cuerpo 6. Doce años. Sesenta millones de golpes de máquina. Sus dedos estaban maltratados. Comía mal, dormía mal, su cuerpo sufría las dolencias de aquellas noches de trabajo. Los empleados del taller apenas prestaban sus cuerpos, en cambio él, además alquilaba su alma.


Aunque hay implícito un llamado a apropiarse de los medios de producción, detrás de todo esto está, quizás, la paradoja de la cual Walsh es muy consciente: el escritor es un letrado, León no habla por sí mismo. Mediáticamente, está siempre representado.

Finalmente, no ha dejado de ser un obrero, está solo y cansado. No ha cumplido su sueño, está decepcionado de su destino...

Tanto, que decide suicidarse.

MEB


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Descargar el cuento:

http://niusleter.com.ar/biblioteca/RodolfoWalshNotaalpie.pdf

sábado, 1 de mayo de 2010

Ford, A., “Culturas populares y (medios de) comunicación”,


Ford explica la relación reflexiva entre los medios de comunicación y la cultura popular. “Ponerlas en contacto con los medios de comunicación es ponerlas en contacto consigo mismas” en tanto que la cultura mediática nace enmarcada en las tradiciones, géneros y saberes de las necesidades cognitivas existentes en las clases populares.
Hacia mediados del siglo XIX se da una etapa marcada por la aceleración de la revolución industrial, un intenso desarrollo urbano –pero con un pasado rural aún muy cercano- y el pasaje de la razón iluminista a la positivista. Los medios parecen haberse hecho cargo de este pasaje de la razón iluminista a la modernizadora y principalmente de las zonas que por él se vieron desplazadas -la cultura del afecto, los sentimientos, la actuación, la improvisación, el humor, la oralidad y la construcción cotidiana del sentido en general-, las cuales encarnaban en el juego y en la fiesta, que pasaron a ser des-jerarquizadas y a ser considerabas bárbaras e irracionales.
Los medios avanzaron acompañando el trayecto hegemónico de la razón iluminista y positivista desde una lógica que no era la del saber escolar, institucional ó estatal, desde la dinámica de pequeñas empresas aventureras y por medio de los intelectuales pobres que trabajaban en ellas, quienes establecían un complejo y negociado diálogo con las clases populares. Este trayecto es el que va del pregonero que relataba los crímenes de pueblo en pueblo, de la novela gótica o de la literatura de cordel hacia los relatos de Poe apoyados en la lectura restringida de los periódicos del siglo XVIII –ya para entonces estrechamente ligados con la crónica negra de los periódicos populares. Pensar que este proceso sólo puede ser explicado desde la lógica del capitalismo equivale a pensar que las clases populares son esencialmente pasivas en los procesos de industrialización, urbanización y modernización.
Como dijimos, los medios nacen encadenados a las culturas populares que los engendran y no sólo a sus géneros, sino también a sus estrategias cognitivas. Estas reglas y estos saberes no pueden ser vistos como “tradiciones” en sentido estricto, puesto que son zonas reprimidas por las culturas oficiales del capitalismo. El autor explica el fracaso de los países socialistas para construir una industria cultural que sea competitiva con la occidental por haber estado apoyados en la misma concepción de la razón que los países capitalistas. Dos errores les impidieron comprender la relación de las clases populares con los medios: por un lado, respecto de las culturas preindustriales, no discriminaron en ellas entre los elementos retrógrados y los que referían a discusiones históricas; por el otro, realizan una lectura en clave estética e ideológica de aquello que debe ser tomado o no etnográficamente. Esta concepción de Ford es idéntica a la de Hall, para quien pensar que las clases populares consumen medios porque son idiotas es “muy poco socialista”.
Para Ford, hay conjuntos culturales que no han sido jerarquizados por la razón iluminista y positivista que se filtraron en los medios directamente desde las culturas populares anteriores, las cuales hoy persisten en éstos así como también en los intercambios simbólicos no massmediáticos. El autor ejemplifica con la figura de Olmedo, respecto de la cual circulan muchas explicaciones eticistas, superficiales y estereotipadas (desde la alienación hasta la procacidad). Sin embargo, el caso de esta figura en particular nos remite a problemas más profundos como la recuperación simbólica del cuerpo (la exacerbación de lo gestual) y los procesos de construcción del sentido (la desagregación del doble sentido, la improvisación que desafía a la estructuración, etc.). Ver espectáculos o admirar a un actor no son signos de mera pasividad, sino momentos receptores.
El autor entiende que los estados modernos jerarquizaron la escritura desplazando a otras formas, que nuestra cultura actual bloqueó el conocimiento sobre la percepción corporal -kinésica y proxémica- disminuyendo a la vez el rol de los sentidos en nuestra experiencia cotidiana. Vivimos en una cultura donde la tragedia tiene más prestigio que la comedia.
Los medios audiovisuales vienen a romper la hegemonía de la escritura, pero esto no es totalmente percibido a raíz de que son analizados desde un paradigma escritural. En efecto –dice Ford- “la cámara a veinte centímetros de la cara de un político estructura una lectura y genera una competencia en la cual funcionan saberes que estuvieron siempre en la vida cotidiana de las clases populares subyaciendo al prestigio de la escritura”. Sin embargo, la mayoría de los proyectos de políticas de comunicación en América Latina han reflexionado muy poco sobre esto, marcados por lo escritural.
Es necesario para Ford romper con estos modelos culturales, reconocer que es imposible analizar la cultura de las clases populares sin registrar su relación con los medios y entender la recepción como acción cultural asimétrica y activa, esto es analizar la constitución histórica de los medios desde sus conflictos internos y no sólo desde el punto de vista de los intelectuales adornianos agredidos por ella, abordarla por fuera del chantaje culturalista que los convierte en un objeto degradado. Se deben reconocer las racionalidades y las estrategias de las culturas cotidianas para desde ellas poder romper las culturas institucionalizadas. Poner en relación la lectura popular de los medios con la recuperación simbólica de lo corporal o con la persistencia de saberes que han sido des- jerarquizados es condición indispensable para repensar una cultura que revalorice las densidades de lo cotidiano y la riqueza cultural del “hombre común”.

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Bibliografía:

Ford, A., “Culturas populares y (medios de) comunicación”, en Navegaciones. Comunicación, cultura y crisis, Amorrortu, Buenos Aires, 1994.